Conoce a Santa Teresa
del Niño Jesús: Patrona de las Misiones.
“Ganar a Jesús por el
corazón”
En este día, 1 de octubre de 2015, nos gustaría recordar a Santa Teresita y
acercar su historia a todos vosotros. Una misionera de bandera, un ejemplo para
todos.
P.
Santos Paniagua, OAR
Santa Teresa del Niño Jesús fue nombrada
por Pío XI, en 1925, Patrona de la Obra de San Pedro Apóstol para el Clero
Nativo y, en 1927, Patrona de las Misiones junto con san Francisco Javier.
Nació en Normandía, Francia, el 3 de enero de 1873, fue monja de clausura a la
edad de 15 años, y dedicó su existencia a orar y a sacrificarse por los
sacerdotes, especialmente los misioneros. Murió muy joven, a los 24 años, pero
dejó un mensaje excepcional por su sencillez y profundidad.
Hoy día, y muy especialmente desde Obras
Misionales Pontificias, se tiene una idea teológicamente clara de la
universalidad de la Iglesia. Ninguna diócesis puede encerrarse en sí misma ni
limitarse a vivir sus propios problemas: tiene que sentir la inquietud de
Cristo y escuchar el mandato universal de ir por todo el mundo. Sería muy pobre
la mentalidad de un sacerdote o de un religioso que careciera de esa visión
universal y al que no le doliera la situación de tantos hombres que todavía no
conocen el mensaje de salvación y de liberación de Cristo. Nos cansamos de
repetir que toda la Iglesia es misionera y que esta responsabilidad radica ya
en el bautismo.
Lo sorprendente es encontrar esta
dimensión en una monja de clausura del siglo pasado y, además, con una claridad
tan meridiana. Es verdad que vive en un tiempo determinado, en el que es
intensa y casi exclusiva la verticalidad hacia Dios con el deseo de salvar
almas, pero no por ello deja de llamar la atención su universalidad. En esta
universalidad no sólo alcanza a todos los hombres —«El celo de una carmelita
debe abarcar el mundo» (Manuscritos, cap. X)—; es tan grande su corazón que
quisiera abarcar también todos los tiempos —«Quisiera ser misionera, no sólo
durante algunos años, sino haberlo sido desde la creación del mundo y seguir
siéndolo hasta la consumación de los siglos» (Ms. B 3rº)—.
Yo he sido misionero durante muchos años,
pero me resulta alucinante descubrir el espíritu de esta mujer. Pensamos en el
misionero poco menos que como un hombre heroico, intrépido o como un quijote
que se lanza a la aventura, o como alguien que tiene una vocación muy especial
reservada para unos pocos. A veces hasta nos hacen creer que somos “distintos”,
como si la misión dependiera sólo del misionero o de la misionera que parte a
tierras extrañas. Confieso que en muchos momentos difíciles de mi vida de
misión, recordando mis lecturas de seminarista, pensaba en todos aquellos que
me estaban apoyando con sus oraciones; en aquellas religiosas de clausura que
rezaban y se sacrificaban para que yo fuera fiel al Señor y que la semilla
creciera en aquel campo.
En santa Teresa del Niño Jesús vemos, a
contraluz, lo que realmente es una vocación misionera. Identificada con Cristo,
vive el amor apasionado de su causa y el deseo vehemente de salvar almas. Todo
ello lo hace con esa difícil sabiduría de convertir en fácil y accesible lo que
aparentemente resulta imposible. Ella misma se queda sorprendida con su
descubrimiento: «¡Al fin he hallado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor! Sí,
hallé el lugar que me corresponde en el seno de la Iglesia, lugar, ¡oh Dios
mío!, que me habéis señalado Vos mismo; en el corazón de mi madre la Iglesia
seré yo el amor... Así lo seré todo, así se realizarán mis anhelos»
(Manuscritos, cap. XI).
UNA FAMILIA MISIONERA
Santa Teresa nace en una casa donde se
vive intensamente el espíritu, misionero. Los Martin-Guèrin, sus padres,
suspiran por tener un hijo misionero y, en compensación de este deseo
frustrado, ofrecen todos los años una buena limosna para la Propagación de la
Fe. Eran abundantes las oraciones y los sacrificios que se imponía esta familia
pidiendo a Dios la conversión de los pecadores.
Es emocionante leer el testimonio que
Teresa, la más pequeña de las hijas, nos ha dejado de sus padres: «Ellos
pidieron al Señor que les diese muchos hijos y que los tomara para sí. Fue
escuchando este deseo. Cuatro angelitos volaron para el cielo y las cinco hijas
que quedaron en la arena escogieron a Jesús por Esposo. Mi padre, con un ánimo
heroico, como un nuevo Abrahán, subió tres veces a la montaña del Carmelo para
inmolar a Dios lo que tenía de más querido. Primero fueron sus dos hijas
mayores... Después la tercera de sus hijas... en el Convento de la
Visitación... Al escogido de Dios no le quedaban más que dos hijas: la una de
dieciocho años, la otra de catorce. Ésta, Teresita, le pidió volar al Carmelo,
lo cual obtuvo sin dificultad de su padre. Cuando la hubo conducido al puerto,
dijo a la única hija que le quedaba: “Si quieres seguir el ejemplo de tus
hermanas, consiento en ello, no te preocupes por mí”. Más tarde, él mismo dirá:
“Dios sólo puede exigir un sacrificio como éste... Mas no me compadezcáis,
porque mi corazón rebosa de alegría”» (Manuscritos, cap. VII). Eran muchas las
obras de caridad que hacían, pero su mayor alegría y empeño principal era la
conversión de un pecador.
Estas ideas van formando y conformando la personalidad
de aquella niña: «El Señor me hizo nacer en una tierra santa y como impregnada
de un perfume celestial» (Manuscritos, cap. I). Y en una carta a uno de sus
“hermanos” misioneros añade: «Dios me ha dado un padre y una madre más dignos
del cielo que de la tierra» (carta al P. Bellière). Nacida en este jardín, ella
misma nos dirá más tarde: «Si hubiera sido libre para disponer de mis bienes,
me habría arruinado ciertamente, porque no podía ver una persona en la miseria,
sin darle en seguida cuanto necesitaba» (Últimas conversaciones). A este
propósito nos recuerda lo que hacía a sus ocho años: «Sacaba de mi hucha
algunas limosnas para entregarlas en determinadas fiestas solemnes a la Obra de
la Propagación de la Fe» (Manuscritos, cap. III).
De interna en el colegio de las
benedictinas, le gustaba llevar una cruz llamativa que le hacía recordar a los
misioneros. Ella misma nos dice: «Me gustaba muchísimo asistir con las
religiosas a todos los oficios. Llamaba la atención entre mis compañeras por un
crucifijo que Leonia me había regalado, y que llevaba atravesado en el
cinturón, como lo llevan los misioneros».
Podemos decir de ella que fue una flor tan
cuidada de Dios y de sus padres que desde sus primeros años emprende el camino
de la disponibilidad y de hacer siempre la voluntad de Dios. Era tal su
delicadeza que confiesa no recordar haber dicho nunca un no a Jesús desde que
tenía tres años.
UNA COMUNIDAD MISIONERA
Hay una edad, la edad de la adolescencia,
en que todos, de una manera o de otra, buscamos o hemos buscado nuestro
“ídolo”; nos apasionan y nos ilusionan aquellas personas que de alguna manera
encarnan un ideal. A los 14 años,Teresita, amante de las lecturas de los
misioneros y misioneras, al terminar, de leer los Anales Misioneros de la
Propagación de la Fe, siente un vehemente impulso de imitar a aquellas
religiosas que han partido a la búsqueda de los que todavía no conocían a
Cristo. Las admira y comienza ya a sentir el deseo de hacerse religiosa de las
Misiones Extranjeras de París.
Le entusiasmaban aquellas crónicas que tan
bien sintonizaban con aquel hervor que bullía en su interior. En un momento
siente como un estallido en su corazón, y después de un silencio profundo
exclama: «¡Qué violento deseo siento de ser misionera! ¿Qué sucedería si lo
reavivase aún más con la visión directa de ese apostolado? Me haré Carmelita...
para sufrir más y con esto salvar más almas» (Consejos y recuerdos).
A la edad de 15 años y tres meses emprende
la subida al Carmelo en el convento de Lisieux. Allí, efectivamente, reaviva el
deseo de ser misionera cuando escucha la historia del convento que esa
comunidad había fundado en Indochina, en la ciudad de Saigón, trece años antes
de nacer ella.
La historia es conmovedora. Monseñor
Domingo Lefebvre, vicario apostólico de Indochina, se hallaba, a mediados del
siglo XIX, por segunda vez en la cárcel de Hué. Encadenado, como san Pablo,
pasaba los días orando en espera del cumplimiento de la pena de muerte a la que
había sido condenado. Pedía al Señor la gracia de un monasterio contemplativo,
con un grupo de almas orantes que se inmolaran por aquella misión para que
cesasen las persecuciones tan horrendas y sangrientas contra los misioneros de
Annam. Así se lo pedía también constantemente a santa Teresa de Ávila, de la
que era muy devoto. «Un día —nos cuenta— se me apareció la Santa y me dijo:
“Establece un Carmelo en Annam: Dios será grandemente glorificado”».
No sólo se le habían abierto las puertas
de la cárcel, sino que también, a través de los signos, había brillado un rayo
de esperanza en medio de la tormenta de todos esos grandes nubarrones. Pronto
monseñor Lefebvre dirige una carta al convento de carmelitas de Lisieux. Por
aquel entonces estaba de priora la madre Genoveva de Santa Teresa; otra santa,
de la cual nos dirá santa Teresita que guardaba como una reliquia el pañuelo en
que había recogido su última lágrima. La respuesta fue rápida y decidida. El 1
de julio de 1861 tres religiosas salían para Indochina y el 15 de octubre de
ese mismo año se inaugura el primer Carmelo de Oriente en la ciudad de Saigón.
Se cumple la promesa de santa Teresa, y Dios fue “grandemente glorificado”,
porque en poco más de cien años han brotado de él unos cuarenta monasterios. Al
celebrarse el primer centenario, un periódico no católico de Saigón, Dong Nai,
hacía este comentario: “Por los pecados y delitos que cada uno de nosotros
puede cometer, sabemos que hay una religiosa encerrada en un monasterio de
clausura que está expiando por nosotros”.
La semilla caía en tierra buena y todos
estos relatos enardecían más cada día esos vehementes deseos que la joven
religiosa sentía por la salvación de las almas. «Desearía ser enviada al Carmelo
de Hanoi para sufrir mucho por Dios. Si me curo, quisiera ir allí para vivir
enteramente sola, sin alegría ni consuelo alguno en la tierra. Ya sé que Dios
no necesita de nuestras obras, y aun estoy segura de que allí no prestaría yo
servicio alguno, pero sufriría y amaría. Esto es lo que cuenta a los ojos de
Dios» (Últimas conversaciones, 15 de mayo).
LAS LECTURAS
Alimentaba esta aspiración permanentemente
leyendo todo aquello que a sus manos llegaba referente a las misiones y a los
misioneros. La hermana mayor, sor María del Sagrado Corazón, afirma de ella:
“Leía con avidez la vida de los misioneros, porque en ellos encontraba la
expresión de sus propios deseos” (Sr. Marie del S.C.). Y ella misma lo afirma
en una carta que escribe al P. Roulland: «He leído, después de vuestra partida,
la vida de varios de vuestros misioneros [de las Misiones Extranjeras de
París]. Leí, entre otras, la de Teófano Venard, que me interesó y emocionó
sobremanera» (carta al P. Roulland).
Su corazón se identificaba con los
pensamientos y las acciones de los misioneros, vibraba con ellos; así le
acontece al leer la vida del joven mártir de Tonkín: «Reflejan mis propios
pensamientos, mi alma se parece a la suya» (Apéndice II). Los mártires son
siempre testigos elocuentes, que nos hablan con su vida hecha palabra de fuego.
SENTIR CON LA IGLESIA
(La misión desde dentro, desde el alma,
desde la oración)
Santa Teresa de Ávila nos deja como
testamento la herencia del amor a la Iglesia, a la que ama y en la que desea
morir. Teresa de Lisieux vive en profundidad este amor. Tomando la imagen de
san Pablo, contempla a la Iglesia como ese cuerpo místico, con diversos y
distintos miembros, pero que participan todos de una misma vida, que es Cristo.
Todos debemos ser canales para que a todas las partes de ese cuerpo llegue la
savia de la sanación y la salvación.
Todos podemos ir prendiendo en el mundo
pequeñas lámparas con la luz que arde en nuestras vidas. La madre Inés de Jesús
—su hermana Paulina— nos cuenta esta confidencia: “Sor María de la Eucaristía
quería encender los cirios para una procesión. Mas no disponiendo de cerillas,
se acercó a la lamparilla que ardía ante las reliquias. La encontró medio
apagada, con un débil resplandor sobre la mecha carbonizada. Logró, con todo, encender
su vela y con ella pudo dar fuego a todas las de la Comunidad... Fue aquella
llama, casi extinguida, la que produjo aquellas bellas luminarias, las cuales,
a su vez, podrían comunicarse a otras infinitas e iluminar el mundo entero... Y
todo se debería a la primera lamparilla que originó este incendio. Lo mismo
sucede con la comunión de los santos. Frecuentemente, sin que lo sepamos, las
gracias y bienes que recibimos son debidas a un alma escondida, porque el
Señor, en su bondad, quiere que los santos se comuniquen recíprocamente la
gracia por medio de la oración... Cuántas veces he pensado que todas las
gracias que he recibido se las debo a la oración de un alma que pudo pedir por
mí a Dios y a la que yo conoceré solamente en el cielo" (Últimas conversaciones,
15 de julio).
Su vivir es Cristo y para Cristo. Ha
encontrado su razón de ser en plenitud. Su vida y su muerte, sus alegrías y
dolores...; le da igual, porque todo ha sido ofrecido, desde el amor, a fin de
ganar almas para Cristo. De ella, y con toda exactitud, podemos decir que “en
poco tiempo, hizo grandes cosas”.
CON LOS SACERDOTES MISIONEROS
Hoy, casi todas las misiones, de un modo u
otro, participan de algún tipo de “hermanamiento”, sintiéndose apoyadas
espiritual y materialmente por aquellas comunidades o grupos que viven la
inquietud misionera. Santa Teresa del Niño Jesús hizo de su vida una respuesta,
y una entrega generosa de su vida de oración y de sus muchos sacrificios,
ofreciendo sus dolores para aliviar a los misioneros. Al entrar en el Carmelo
es plenamente consciente de que lo hace «para salvar las almas y especialmente
para orar por los sacerdotes» (Manuscritos, cap. VII). «Estoy convencida—nos
dirá más tarde— de la inutilidad de los remedios que tomo para curarme. Pero me
las he arreglado con Dios para que se aprovechen de ellos los pobres
misioneros, que ni tienen tiempo ni medios para curarse. Pido a Dios que los
cuidados que a mí me prodiguen les curen a ellos» (Apéndice II).
Le apasiona la idea de considerarse
hermana espiritual de los misioneros. Su “Santa Madre Teresa” —como ella la
llamaba— le concede, en 1895, la gran alegría de confiarle a sus oraciones y
sacrificios la vocación misionera de Mauricio Bellièr, joven seminarista de los
Padres Blancos, que posteriormente sería misionero en África. Un segundo
hermano misionero fue el P. Roulland, de las Misiones Extranjeras de París,
quien antes de partir a las misiones de China, mantuvo una larga conversación
con ella en el locutorio. De esta manera vivía cada día con mayor intensidad
los éxitos y las dificultades de los sacerdotes que trabajaban en esos campos
alejados, entre aquellos que todavía no conocían la verdad del Evangelio, y por
quienes tanto rezaba y se sacrificaba.
La misión no le era una cosa lejana. Las
lecturas y, especialmente, la correspondencia con estos sus dos hermanos
misioneros mantenían siempre vivo el fuego que en su interior ardía por la
evangelización de esos pueblos, lejanos en la distancia, pero muy cercanos en
la capilla y en todas las estancias del convento, dondequiera que ella se
hallase. El recuerdo de sus hermanos estaba siempre presente. Un día la veían
caminar con mucha dificultad por .el jardín, tratando de disimular el dolor en
su rostro y, después de contemplarla e interpretar su cansancio, una de sus
hermanas de comunidad la invitó a sentarse. «¿Sabe lo que me da fuerzas?
—contestó—. Pues ando por un misionero. Pienso que allí, muy lejos, puede haber
alguno casi al cabo de sus fuerzas en sus excursiones apostólicas, y para
disminuir sus fatigas, ofrezco las mías a Dios» (Apéndice II). Se conservan
dieciséis cartas dirigidas a los que eran su prolongación en esos países. Era
su gozo y felicidad el participar en sus penas y alegrías, el contribuir a
santificar su alma y salvar las de los otros. En todas nos ha dejado la
transparencia de un corazón abrasado por la sed de que todos conozcan la Buena
Nueva y de que los misioneros se santifiquen en sus tareas evangelizadoras. En
aquella tarde lluviosa, 30 de septiembre, en que la agonía se prolongaba, le
decía a la madre priora: «¡Madre mía! Os aseguro que el cáliz está lleno hasta
los bordes. No, jamás hubiera creído que era posible sufrir tanto... No puedo
explicármelo sino por mi deseo máximo de salvar almas...».
MISIONERA DESDE LA ETERNIDAD
(«Yo no muero, yo entro en la vida»)
Un alma contemplativa es un anuncio
escatológico de la vida que entra en la eternidad. Su vivir, alabando a Dios y
conformándose con lo mínimo imprescindible, es una senda de santidad para esas
vocaciones especiales a las que Dios retira del mundo para que, consagradas en
plenitud y radicalidad a Él, vivan, en actitud de súplica, la inmolación de su
vida ofrecida por la salvación de todos los hombres. En los conventos de
clausura sólo se oye el eco de Dios, el deseo de Dios. Se vive para Él;
identificadas con sus propios deseos, estas almas escogen la vocación del amor,
que «encierra todas las vocaciones..., que abarca todos los tiempos y lugares
porque es eterno» (Manuscritos, cap.,XI), porque «el más pequeño movimiento de
puro amor es más útil a la Iglesia que todas las demás obras juntas» (carta al
P. Roulland).
En una de las cartas que escribe al P.
Roulland, presintiendo ya que su salud se hallaba resquebrajada, le hace esta
confesión: «Con gozo le anuncio mi próximo ingreso en el cielo... Lo que me
atrae a la patria celeste es la esperanza de amar finalmente a Dios de la
manera que tanto he deseado y el pensamiento de que podré hacerlo amar de una
muchedumbre de almas que lo glorificarán eternamente.»
En su tumba de Lisieux leemos, como
epitafio, una de las últimas frases que le escucharon poco antes de su muerte:
«Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la tierra».
PATRONA DE SAN PEDRO APÓSTOL
Teresa de Lisieux nunca salió de clausura,
ciertamente; sin embargo, se hace presente con sus oraciones y sacrificios en
todas las misiones del mundo, y es tan grande su deseo que quiere ser misionera
desde la creación y seguir siéndolo hasta «la consumación de los siglos». En su
corazón, abierto hacia el Infinito, caben todos, sin límites de tiempo.
«He pedido la gracia de hacer el bien
después de mi muerte, y ahora estoy segura de haberla conseguido porque por
medio de esta Novena [que hizo a san Francisco Javier] se obtiene todo aquello
que se desea» (Sr. Marie del S.C.).
El Papa Pío XI, a quien se le ha conferido
el título de “Papa de las Misiones”, declara a santa Teresa del Niño Jesús
Patrona y Protectora a perpetuidad de la Obra de San Pedro Apóstol el día 29 de
julio de 1925; posteriormente, el 14 de diciembre de 1927, es declarada también
Patrona principal de todas las misiones y de todos los misioneros y misioneras
del mundo, al igual que san Francisco Javier, “por razón del grandísimo ardor y
celo que la consumía por dilatar la fe” (AAS, XX-1928).
Pasado ya el primer centenario de tu
muerte, tu «ingreso en el cielo», volvemos nuestra mirada hacia ti, Patrona de
la Obra de San Pedro Apóstol. Nos enfrentamos al reto de la “nueva
evangelización”. Hemos traspasado el umbral del Tercer Milenio, enrojecido con
la sangre de los mártires que han permanecido fieles en su misión junto a los
más pobres y desheredados. Hemos entrado en él con un nuevo desafío: LAS
VOCACIONES NATIVAS. No queremos eludir nuestra responsabilidad: sabemos que nos
exige sacrificios, oraciones y generosidad; pero también deseamos contar
contigo, que nos prometiste: «Quiero pasar mi cielo haciendo bien en la
tierra».
(Illuminare, nº
340, abril 1997)